Un sábado más
Hace 4 años falleció mi abuelita materna. Yo le escribí esto en aquel momento y hoy te lo comparto.
Un sábado más…
María Bernabé, mi abue. Yo soy su mamá, ella es mi hija.
Existen personas en nuestra vida que creemos son invencibles, que deseamos permanezcan en todo nuestro camino, que soñamos con que nos acompañen en cada momento. Mi abuelita es una de esas personas para mí, y de pronto su vida llegó a su fin.
Desde pequeña, ella estuvo ahí. En los primeros años de mi vida pasé gran parte del tiempo bajo sus cuidados y cariño. Me han dicho que el que ella pudiera cuidarme le inyectó vida y energía, pero así mismo ella comenzó a dar raíces a la mía, siendo así que nuestro lazo se formó, con los años se fortaleció y hoy aún ante su ausencia se consolidó.
En mis 35 años, la mayor parte de mis sábados los pasé cerca de mi abuelita. Una rutina de vida que disfrutaba desde pequeña era pasar los sábados en familia, ir a casa de mis abuelitos y que la convirtiéramos en ese espacio donde todo era felicidad, disfrutar jugando con mis primos, ver partidos de fútbol, saborear las delicias que preparaba mi abuelita y al final del día llegar a casa con el corazón feliz.
Años después, al fallecer mi abuelito, esos sábados seguían siendo de familia, ir a visitarlo al panteón, esos recorridos con mis papás, mi hermana, mis primos Edu y Diana con mi abuelita, donde el traslado al panteón y de regreso a casa era un momento en familia que convertíamos en un acto de amor en muchos sentidos, y durante muchos años de mi vida, así eran mis sábados.
Yo siempre vi en mi abuelita a una de las mujeres más fuertes que conozco, con gran sabiduría y una memoria prodigiosa que siempre admiré, con un temple poderoso que ante cualquier situación de su vida era inquebrantable.
Ella desde pequeña tuvo que forjar su carácter y tomar una actitud de siempre ir hacia adelante. La vida no fue fácil para ella, y sin embargo, siempre encontró la forma de avanzar, de dar a su familia lo que necesitaba, de ser el equilibrio para mi abuelito, de educar a extraordinarios hijos que hoy son formidables padres y abuelos.
Mis sábados durante todos estos años significaron pláticas con mi abuelita escuchando historias, recibiendo infinitas enseñanzas, disfrutando ratos de comicidad que me mostraban cómo siempre encontraba en toda experiencia algo divertido, anécdotas a través de las cuales disfrutaba compartir un poquito de ella.
También esos sábados significaban comer algo delicioso que ella había preparado, sus tortillas de harina, tamales, gorditas de anís, carnitas, pozole, en fin, el momento de la comida para ella siempre significó un momento para mostrar el amor que sentía por nosotros, y así en los años que ella nos cocinó fue un deleite recibir su amor, y en los años que mi tía a ella le cocinó, también de cierta forma que le consintieran con el platillo que elegía para ella y para nosotros, era una muestra de amor. Así era ella, siempre tenía algo que decir, siempre encontraba palabras para cualquier momento, o alimentos para llenar de alegría el estómago y el corazón.
Sus últimos años fueron difíciles para ella, pues tras más de 90 años de ser un roble, su cuerpo decidió que era momento de descansar. Tener que pasar el tiempo en cama fue un golpe duro, ahora bajo los cuidados de mis tías, que aunque tampoco fue sencillo para ellas, siempre estuvieron ahí. Creo que estos años también estuvieron llenos de lecciones para ella, para quienes estaban a su alrededor e incluso para quienes nos encontrábamos más a la distancia.
En estos mismos últimos años yo ya no estuve tan cerca de ella, me mudé a vivir sola y entonces esa rutina de ir con mis papás todos los sábados a visitarla se acabó, sin embargo, intentaba ir a verla con cierta frecuencia, no dejaba de disfrutar una tarde de escuchar sus recuerdos, de que me preguntara cómo iba mi Cruz Azul o qué partido estaban transmitiendo en la televisión. Que me preguntara cuándo iría a ver mi casa en Querétaro, que me dijera que la paseara en mi coche, que me dijera que le prestara dinero porque seguro con tanto que trabajaba ya estaba a punto de ser millonaria, o que también entre broma y realidad, me dijera que ya no trabajara tanto porque ella también me quería ver casada y formando una familia.
Durante varios años, en reuniones familiares, navidades, fin de año, ella nos decía que quizás era la última que pasaría con nosotros y que deseaba que nuestra familia permaneciera unida. Todos en la familia deseando que ella fuera inmortal y al verla tan entera imaginábamos que ese día donde ella faltara no llegaría y así es como ella llegó a los 97 años, con un carácter fuerte que mantuvo firme siempre y muy a su manera, con tremenda lucidez que era de admirarse, con un humor único que aún en momentos inesperados nos hacía soltar una carcajada, con oraciones y pensamientos que diariamente dedicaba a todos los que formamos parte de su familia e incluso para todas las personas que tocaron su vida de una u otra forma.
Hoy puedo decir que hasta el último día de su vida ella lo vivió a su manera, eligió la forma y momento para irse, y así partió, tranquila, con su familia unida, con la tristeza que me mostraban sus ojos por tener que dejarnos, pero en paz por todo lo que nos dio.
Yo tengo mucho con qué quedarme, y particularmente quiero agradecerle por nuestros últimos momentos compartidos. Aquel viernes cuando me avisó mi mamá que ya la veía muy mal, yo llevaba días inquieta, sin poder dormir, pues un fin de semana antes había ido a verla y aunque me recibió con sus características historias e incluso algunas risas, todos sabíamos, todos sentíamos, que su tiempo estaba llegando al final.
Esa tarde trasladándome desde mi departamento hasta su casa no quería “llegar tarde”, el camino lo sentí eterno, y durante todo este fui con un diálogo interno para sentirme tranquila de que estaba por despedirme de ella, de que así como llevaba días diciéndole a mi mamá que no teníamos que ser egoístas y debíamos ser capaces de soltarla, de dejarla ir, de agradecerle por todo lo que nos había dado y simplemente mantenernos a su lado hasta su último suspiro, mi mente se inquietaba ante lo inesperado que resultaba ya no tenerla. Aunque me dije muchas veces en ese trayecto que no debía llorar, al llegar y verla, rompí en llanto.
Ella estaba ahí, esperando para despedirse de mí, sin poder hablar y a la vez su mirada diciendo tanto. Yo lo único que podía decir era “gracias”, lo dije muchas veces, no paré de decirlo, hasta que alguien en la habitación me dijo, “dile quién eres, porque ya no reconoce bien”, y yo con la seguridad de lo que me había dicho su mirada les dije “ella sabe quien soy” y recuerdo claramente como en ese instante escuché como ella dijo “mi mamá”.
A partir de ahí, me mantuve a su lado por un buen rato, no solté su mano, no quería soltarla porque se sentía mal. Esperando al doctor, ella preguntaba “cuánto falta” y yo solo podía decir “ya falta poco, tu tranquila”, esas palabras que por un lado significaban que ya casi llegaba el doctor a revisarla, pero que por el otro eran porque todos sabíamos, ella sabía que su momento de decir adiós estaba llegando.
Aquella noche no quise irme a casa, se trataba de quedarme a cuidarla toda la noche, pero para mí significaba agradecerle por toda una vida. Recuerdo cómo mi prima y yo queríamos mantenernos al pendiente de ella y si nos levantábamos o hacíamos un mínimo ruido, ella nos decía “duérmanse, yo estoy bien”; y así pasamos esa noche a su lado.
Amanecer ese sábado al pie de su cama no se trataba de un sábado más, era un día donde había sentimientos encontrados, porque agradecíamos que hubiera pasado una buena noche, pero a la vez, al verla al amanecer y sentirla enojada por “estar aquí un día más” solo deseábamos que Dios le diera la fortaleza para seguir aquí o a nosotros para verla partir.
Ese fue un sábado contrastante en diversos sentidos. Llamadas y videollamadas de despedida donde ella poco podía decir con la voz, pero con su mirada transmitía todo, el verla tan cansada me daba esa sensación de ver a su cuerpo apagándose poco a poco, pero sintiendo la certeza de que ella estaba aprovechando cada momento para despedirse de alguien, para rezar por cada uno de los que nos quedábamos, para esperar a los que estaban lejos, para que no sufriéramos su partida sin antes ella vernos unidos.
Y así ese día, yo estuve tanto tiempo como pude a su lado, apretando fuertemente su mano, cruzando miradas con ella llenas de agradecimiento y diciéndole que estuviera tranquila, que ya faltaba poco; escuchándola cuando pedía algo pero la voz ya no le alcanzaba, diciéndole que apretara fuerte mi mano cuando algo le dolía, dándole su té y galletas que hasta ese último día pidió a la hora de siempre. Yo quería ser su voz, quería ser sus manos, su fuerza para que en esos últimos momentos ella simplemente pudiera estar en paz.
Aquella noche de sábado sentí que antes de irme era el último instante para despedirme de ella, elegí irme a casa de mis papás, porque de cierta forma sentía que tenía que estar ahí con ellos si durante la noche llegaba la noticia; así que antes de irme la besé en la frente como siempre lo hacía, y le di las gracias, le dije que la amaba y que ella estuviera tranquila porque todos ahí la amábamos y si ella estaba en paz, nosotros también lo estaríamos.
Y así, de pronto mientras yo dormía, llegó el aviso de que ella había fallecido, que como todos lo deseábamos, no había sufrido, simplemente había suspirado por última vez y su corazón se había detenido.
Su partida es de esos momentos que no estaban en el guión de mi vida, y si para mi así era, ni qué decir de lo que seguramente significó para mi mamá, mi hermana, mi papá, mis tías y tíos, mis primas y primos, mis sobrinas y sobrinos, y todas aquellas personas que formaron parte de su vida, porque ella fue tan maravillosa que si alguien llegaba a su vida ya nunca saldría y permanecería en sus pensamientos, recuerdos y oraciones.
Cuando alguien se va, uno se siente triste porque ya no le verá, porque aunque le ame con todo el corazón sabe que debe dejarle partir; y así me encontraba yo, con lágrimas en los ojos de la tristeza que significaba tener que dejarla ir, a la vez con el agradecimiento de todo lo que recibí de ella, y por otro lado, con la tristeza que para mí significaba saber que era una pérdida enorme para mi mamá, porque para ella sus sábados siempre fueron para su mamá, porque ella también la veía invencible, porque tampoco estaba en su guión no tenerla a su lado; entonces aunque quizás me hubiera gustado ser capaz de hacer más para que mi mamá no estuviera tan triste por su partida, a la vez me di cuenta de que cada uno debemos vivir el duelo a nuestra manera. Lo que para unos será llanto, para otros será serenidad, para otros incluso rabia, pero lo importante será saber respetar el duelo de cada persona y mantenernos ahí cerca o con cierta distancia para dar espacio a que todos podamos dejar fluir nuestros sentimientos y emociones para la persona a quien estamos despidiendo; y es así como esta despedida de mi abuelita estuvo llena de enseñanzas como el resto de lo que ella me dio en vida.
Yo aunque me creo de esas personas que disfrutan los cambios, o que no temen a la distancia o a la soledad, hasta ahora sigo en el proceso de aprender a soltar, a vivir con desapego, porque con aquellos que amo, llego a ser egoísta deseando tenerlos siempre en mi vida, siempre para mí, siempre amándome. Entonces esta despedida para mi representa una enseñanza más para vivir con entereza esos momentos donde debo soltar y mejor concentrarme en agradecer por lo vivido; así que, aunque sigo en el proceso de aprender, hoy entiendo que hay enseñanzas que aún siendo dolorosas nos harán más fuertes; y para mi eso representa mi abuelita, fortaleza, entereza, perspicacia, sabiduría.
Hablar de su vida y sobre todo de su presencia en mi vida, para mi significa hablar de 35 años de enseñanzas, admiración, ejemplo, nspiración. Así que dedicarle unas palabras ahora tras su partida no fue nada fácil, pero no porque no hubiera palabras que decir, sino porque expresar en algo tan breve tantos y tantos momentos a su lado, tanto que me dio, tanto que significó para mí, era difícil. No me quería quedar corta con todo lo que quería decir, no encontraba estructuras en mi mente para hacerle ver a otros todo lo que hay en mí de ella, todo lo que me dejó, todo lo que me dio.
Hoy sé que estas palabras no son suficientes, sin embargo, se suman todas las que tengo en mi mente y corazón, además de todas aquellas que le dije en vida, y todas aquellas que le seguiré diciendo cuando ella venga a mis pensamientos, o cuando en mi día a día mientras haga algo recuerde alguna de sus anécdotas o enseñanzas. Entonces aunque ahora mientras escribo estas palabras aún siguen brotando lágrimas, o si veo alguna foto no puedo evitar extrañarla, o si voy a su casa me falta su presencia; quiero pensar que ella está en un mejor lugar, y que ahora mi vida, mis acciones, mis sueños y logros están guiados por su ejemplo. Que la mejor forma de rendirle honor es vivir siempre dando lo mejor de mí, cada día siendo más fuerte, más sabia, más feliz, más plena.
Abue, todos los días te extraño, te pienso, te amo y te siento muy cerca de mí. Gracias por tanto, gracias por todo.